Paralelismo entre un libro y una botella de vino; es necesario paladear cada párrafo, detenerse de tanto en tanto a degustar el sabor que puebla la atmósfera en el cielo de la boca (saber si es tormenta o estrellas, raso o nubes) o de la bóveda craneal. Un sorbo, un párrafo, pidiendo más que otros esa parada donde reside el secreto del conjunto.
Y también la embriaguez, el poder que habita el libro entero, en la botella que ya forma parte (su contenido) de nuestro cuerpo. Porque la botella, como el libro, es un continente con miles de países, razas contradictorias y contrastadas, lenguas desatadas y violencias no siempre contenidas. En un continente caben millones de pueblos y en cada pueblo millones de habitantes. El interior de cualquier continente es una infinidad de secretos sólo accesibles a quienes estén abiertos, quienes tengan los oídos prestos y sin prejuicios, para lograr el conocimiento de lo ajeno, que es la comprensión de uno mismo.
Y también la resaca, esa cosecha de dolores que llega después: al reajustar la vida entera, uno mismo, tras la inserción de un cuerpo extraño en el interior del organismo. Es una lección inaprehensible al principio, pero después, la riqueza de otra experiencia.
La resaca siempre es sed, porque es la consecuencia fisiológica de una disminución del alcohol, de los espíritus o los daimon, de su población en la sangre. La resaca es la sed elemental. El buen bebedor, como el buen lector, es aquél que invierte su vida entera en la tarea. Que no bien ha terminado una botella o un libro, ya está comenzando el siguiente. Es quien se lo juega todo a una carta, al todo que es la nada, quien se juega el todo por el todo. Por amor al arte. No hay nada más: embriagarse o morir, renovarse o estar muerto.
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