Soy el típico individuo que frente al espejo se ve ajeno. Al mirarme la cara, la veo siempre por vez primera: no me conozco ni de lejos. Me asustan esas facciones que tengo enfrente, son como la amenaza de un futuro indeciso pero cierto: la degradación. Sin embargo, me reconozco en ese extraño que investiga mis rasgos desde allí... quizá soy yo mismo más joven, pero no me recuerdo así porque los años van haciendo mella en mi memoria. He cambiado tanto desde que la imagen salió de esa estrella... que cuando me la devuelve el azogue, han pasado milenios-luz o años-sombra, sin duda.
Miro sus rizos risueños, el gesto de comerse el mundo que ostenta ese pimpollo; casi envidio semejante desparpajo sabiendo que le investigo. ¡Qué impertinencia, qué desfachatez, la de la juventud en ciernes! Me pregunto por qué viene a mi espejo, quién le ha dado vela en este entierro... cómo se quita las arrugas cada vez que vuelve a verme... me pregunto tantas cosas que me parece vivir un sueño: el de la infancia rediviva, preguntando a diestro y siniestro. ¿Pero acaso aún investigo? ¿Serán bolsas de curiosidad mis ojeras? Acaso acumulo en mis surcos, impares dudas y certezas.
Sube la mano, indolente; parece como si quisiera acicalarse para ir a conquistar el mundo entero. Yo lo miro desde el escepticismo, porque resulta imposible que haya un individuo en mí que tienda a lo donjuanesco; quizá es mi otro yo, el que tengo arrinconado más allá de la trastienda... en el rincón desde donde miro cada tarde el crepúsculo verde.
Me parece descubrir entre su maquillaje rosado una brizna de acné: sin duda es coqueto como un viejo venido a más, ahora veo que se trata de un especimen de flirteo. Algo así como el diseño de un muñeco que hiciera mi subconsciente, mi yo más ateo.
jueves, 10 de noviembre de 2011
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