La descubrí en una tienda, comprando... su rostro frágil, su figura sutil, su cuerpo inverosímil... se dibujaban frente a mí como un sueño, el sobresalto de un encuentro inesperado por imposible. Era la Belleza misma en carne viva… ¡carne morena!
Casi con naturalidad coincidimos en la esquina, donde intercambiamos unas palabras vacías y aceptamos mutuamente la excusa de un café para sublimar la timidez.
–Llevas mucha compra –apuntó mirando las bolsas de plástico que dejé junto a la mesa.
–Estas bolsas –le dije– contienen la inmensa carga de mi vida cotidiana y doméstica. Representan el lastre de la espera: mi existencia sólo es la búsqueda infructuosa del salto mortal que me haga salir del hastío. ¿Pero dónde iré? ¿acaso a otro desierto tan semejante a éste? No, lo que realmente anhelo y necesito como el aire no es una huída, sino un encuentro. El de mí mismo con la identidad perdida entre tantos hechos como se acumulan en mi historia personal. Tus ojos contienen esa chispa, capaz de hacerme saltar por los aires y llegar a una dimensión ignota... abandonar toda esta seguridad previsible y abrazar lo imprevisto, la aventura de tus brazos como un anticipo de otro mundo que ahora se me escapa.
–Sigue buscando, no soy tu sueño. De hecho... soy como tú, nada más. Lo que llamas la chispa de mis ojos sólo es un espejismo que te mientes. Mi mundo es tan desierto como el tuyo; ¿qué haremos, ampliar dos desiertos?
Se levantó. Sus leves pantaloncitos dejaban ver claramente unos muslos tan bronceados como el Oriente. Sus brazos ligeros y los hombros torneados eran una invitación al error, sin duda. Un leve contoneo de insinuantes caderas fue su única despedida; pero yo no había venido a entrevistarme con la lujuria.
–¿Dónde estará mi sueño? –le pregunté.
Pero ella no me oyó, ya no estaba... nunca había venido.
martes, 18 de diciembre de 2012
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