¡Qué
fácil es pedir justicia social cuando uno es pobre! Resulta casi una necesidad,
un corolario. Lo difícil es intentar cambiarlo todo desde una posición de
privilegio. Las más de las veces tus correligionarios te tildan de traidor,
bobalicón o inconsciente; además, harán todo lo posible para inhabilitarte,
ningunearte o peyorarte… por si acaso cundiera el ejemplo. Ante todo,
corporativismo.
Como
un profesor que durante la fiesta se disfrazara para acercarse a los alumnos: a
buen seguro, alguno de sus compañeros le reprocharía “rebajarse” al nivel de
los alumnos. Esa misma sensación siento yo entre mis compañeros de clase alta
cuando expreso mis ideas sobre la justicia social.
“¡Si
al menos lo dijera para perpetuar nuestro status!”, son sus afirmaciones
egoístas. “Pero no, realmente quiere ser chusma, quiere ser pobre”.
Si
actuara al revés, sería tan déspota como sólo puede serlo un “nuevo rico”; tal
como lo hago, parece que me acerco más a la figura del “nuevo pobre” antes de
haberme arruinado siquiera.
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