Hay
quien opina que la vida es difícil. Puede que sea cierto en su caso, como en
otros muchos.
Para
solventar semejante contratiempo, propongo una alternativa al concepto
tradicional de vida. No sirve para todo el mundo, por supuesto; es más, si todo
el mundo acabara poniéndola en práctica, desaparecería. Es imprescindible que
sea minoritaria… por otra parte, la condición humana hace que lo sea realmente.
Para
llevar a cabo este proyecto, para plantearse uno la vida de esta manera, son
necesarios una serie de requisitos.
El
plan de vida es sencillo: tener 50 amigos que quieran, puedan y sepan dejarle
vivir a uno una semana al año en su casa, como invitado.
Quedan
un par de semanas para compartir con los seres más entrañables de la familia,
como puedan ser hermanos o progenitores.
Para
conseguir que la empresa se lleve a cabo con éxito, se requiere que –por parte
de la persona decidida a vivir de esta manera- se cumplan los siguientes
requisitos:
- No tener pareja ni adquirirla. Individualidad absoluta.
- Huir de las posesiones materiales. Sólo lo puesto
y una maleta.
- Apertura mental hacia todas las formas de vida
posibles.
- Respeto absoluto: creencias, raza, aficiones,
deseos… hay que abandonar la idea de que uno es el mejor.
- Tolerancia de todo tipo de horarios, de
costumbres, de dieta, de ideas…
- No envidiar nada de lo que puedan tener los
anfitriones: ni material ni espiritual.
- Ser todo-terreno: bricolaje, cocina, informática y
compra son temas básicos en los que el invitado debe aportar algo.
- Disposición a colaborar para todo y en todo
momento. Lo último que debe llegar a pensar el anfitrión es que el
invitado es un estorbo, una pesadez o una carga.
- Vivir el momento, carpe diem. No conformarse, sino
adaptarse. La máxima debe ser: yo quiero lo que tú quieras.
- No hay futuro ni pasado. Tener siempre presente
que la próxima semana todo habrá cambiado absolutamente
Desde
el punto de vista del invitado, la idea está clara: vivo donde estoy, tengo lo
puesto y no tengo nada que perder (no tengo nada) ni que ganar (lo tengo todo).
Pero
el planteamiento del tema no tiene que ser sólo egoísta; también debe basarse
en la empatía: personalizar la estancia en cada casa para hacer de ella algo
único, irrepetible, inolvidable. Adaptarse a los gustos, preferencias y
necesidades del anfitrión (a tal efecto, sería deseable elegir muy bien a los
amigos, basándose sobre todo en la afinidad para una hipotética convivencia).
Téngase
en cuenta que por lo general, lo que convierte la convivencia en una tortura
es: por una parte, la tendencia del individuo a hacer más hincapié en la
diferencia que en la semejanza; por otra parte, lo indefinido de la duración
temporal de la convivencia. En nuestro caso, al estar limitada a una semana,
desaparece esto último, además de facilitarnos la forma de atacar lo primero:
la actitud del invitado hacia el anfitrión debe ser lo más semejante posible a
la que tiene el visitante con el cicerone.
Interesarse
por las costumbres ajenas y sus motivaciones, buscar las facetas positivas de
las mismas, obviando lo negativo salvo para ayudar a mejorarlo. El invitado es
un colaborador.
En la
mayor parte de los casos es recomendable silenciar la condición de “invitado profesional”, dando a entender
siempre la singularidad y unicidad del anfitrión (nunca se debe sentir
equiparado a otros; lo más probable es que en este sentido se vería ninguneado),
la gran persona que es y lo excepcional de su trato; pero no humillarse para
ello, pues sería contraproducente: algo natural.
No
comentar jamás el hecho de que uno carece de domicilio, que no tiene casa, que
vive en 50 casas que no son suyas: esto haría disminuir la autoestima del
anfitrión hasta llegar (en el peor de los casos) a sentirse utilizado y romper
el vínculo de amistad, por considerar al invitado como un interesado (gorrón o
aprovechado) cuando no es cierto: si viene a su domicilio y su vida, es primero
por amistad y segundo para aportar algo bueno a la vida del anfitrión. Esto es
y ha de ser indiscutible.
Como
ejercicio de empatía, podemos formular ahora el decálogo de deseos que late en
cualquier anfitrión con respecto a un invitado; no hay que perderlo jamás de
vista.
Si yo
invitase a alguien a mi casa durante una semana, ¿qué me gustaría que hiciera?
- Ser amable, pero no pesado. Dar conversación
amena, divertida, enriquecedora… pero no pesada ni excesiva.
- Que sus costumbres no interfieran ni alteren las
mías, que no me alteren el ritmo normal de vida.
- Colaboración en todas las tareas: domésticas,
mecánicas…
- Sugerir y/u organizar alguna fiesta, acampada,
acontecimiento extraordinario en general.
- Que no sea plasta de ninguna de las infinitas
formas posibles.
- Su presencia tiene que aportar algo positivo,
romper la monotonía e instalar una dinámica extraordinaria.
- Ideas para mejorar cualquier aspecto siempre serán
bienvenidas.
- Disposición y tolerancia hacia cualquier aspecto
de la vida tal y como yo la conozco.
- La presencia del invitado tiene que ser como un
ramo de flores en la casa: invisible si no quiero fijarme en él, pero
refrescante y alegre si le presto atención.
- El invitado es un puente levadizo que comunica mi
castillo con el mundo exterior; que no lo pierda en ningún momento de
vista.
Cuando
haya transcurrido la semana de estancia en casa del anfitrión (fechas acordadas
previamente por ambos y nunca más de 7 días), la sensación de éste tiene que
ser agridulce; en caso contrario, la experiencia habrá sido un fracaso para
ambos. La dulzura proviene de los días compartidos (prestos a convertirse en
recuerdo idealizado) y la parte agria, de la necesaria despedida (aduciremos
obligaciones ineludibles).
En
todo caso, un momento emotivo tiene que ser compartido de forma espontánea en
el compromiso adquirido de corazón por ambas partes: repetir al año siguiente;
pero sin calendario fijo. Simplemente, ya quedaremos o nos llamaremos. Al
marchar la sensación debe ser (para ambas partes) como si no hubiera pasado el
tiempo, como si el invitado acabase de llegar ahora mismo: la vida es un soplo.
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