–¿No tienes miedo? –preguntó el Papa.
Era casi una aseveración hecha como
institución, no como persona: una pregunta cargada de fiambre. Con una extrema
naturalidad, repleta de inocencia, el niño árabe respondió:
–No.
La escena se desarrollaba en el sótano de
algún lugar lúgubre… parecía más bien el entorno de un secuestro. Perplejo, el
Papa no supo cómo reaccionar; allí de nada servían su prepotencia y la supuesta
superioridad que acompañaban su cargo… era como si la Historia hubiera venido a
desarmarle utilizando precisamente sus armas más preciadas. Resultaba
simplemente patético: un hombre fiambre.
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