Ese territorio provisional y fungible, incierto y presto a caducar a
cada jornada… es el puente que nos permite el traslado desde el dulce, suave y
blandito país de la infancia hasta el mundo definitivo de la edad adulta a
través de la oscura ciénaga que viene siendo la adolescencia: un paraje repleto
de amenazas desconocidas contra las que nos previenen, sí… pero esa misma
prevención resulta ser ya la primera de las amenazas.
Desfilamos sin brújula a
través de semejante neblina metafísica, dejándonos guiar por las pistas que nos
indican las presencias de otros ciegos como nosotros[1]: gritos
al estilo de Munch, supuestas leyes universales descubiertas anteayer o
intuiciones como migas de pan sobre el camino… palos de ciego.
Por fortuna, se
trata de una etapa definida y concreta… aunque hay quienes –debido a esa
niebla- pierden el norte y se instalan definitivamente en ella: convirtiendo la
tienda de campaña en domicilio. Éstos nada tienen que ver con aquellos otros
que pretenden y practican el credo de la eterna juventud: a pesar de que ambos
grupos pertenecen a la misma familia léxica.
Transitar por este puente es una aventura repleta de peligros, sin
duda: pero precisamente por eso: la recompensa es que nos curte y proporciona
una armadura que nos permitirá enfrentarnos a la siguiente pantalla del
vídeo-juego… aquélla consistente en ser persona adulta, con todas las
consecuencias. Tras el introito de la madurez, llegará la vida en serio.
[1] Más que hablar
estrictamente de ciegos, habría que referirse a los individuos que deambulan
por esta ciénaga como si fueran los personajes de La niebla, el cuento de Boris
Vian. Nadie puede ver, pero no por un defecto o una carencia de la persona,
sino por la imposibilidad del entorno para hacer posible la visión.
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