La
argumentación parecía impecable: filosofía y fealdad eran sinónimos; caso contrario,
alguien que no es feo no se dedicaría al intelecto, sino al cuerpo.
Con
semejante desparpajo, la falacia dividía al mundo en dos grupos
irreconciliables: el de los feos/intelectuales y el de los
guapos/superficiales. Aquello nos impregnaba ciertamente de un malditismo que
resultaba en ocasiones más atractivo que la belleza misma, nos relegaba al
papel de protestones porque en la lotería de las caras no nos había tocado ni
la pedrea.
Pero la base del razonamiento era evidentemente falsa, porque partía
de la imposibilidad de compaginar en una persona belleza y sabiduría, por
ejemplo. Condenaba a los guapos a la ignorancia, igual que a los feos les
relegaba a las bibliotecas. Sin embargo, no se negaba la evidencia de que había
individuos que compaginaban facetas enfrentadas: se les trataba como
excepciones y por tanto no sólo dignos de compasión por ser una especie de
“enfermos”, también como demostración de la veracidad del argumento.
Un
poco como respuesta a semejante superficialidad, el título de mi tesina iba por
ahí: el reducto que va más allá de la materia, la sensibilidad superando lo
inmediato. Al fin, ¿quién se preocupa de la belleza aleatoria, sino aquella
persona que no tiene más elementos importantes en su vida? No es que la belleza
no importe, sino que es secundaria: en otras palabras, la belleza no es
meramente física, sino que se refiere a un concepto más englobante, casi total:
lejos de pasarelas y vacuidades.
En
todo caso, resulta fácil solidarizarse con los pobres siendo uno de ellos… no
así cuando uno es rico (lo primero que hacen los ricos es rechazarle por
diferente). Nosotros, en cambio, tratábamos a los guapos como si fueran
personas: normales antes que guapos, a veces incluso obviando la belleza para
que no se sintieran excesivamente incómodos.
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