Pagar
por leer dejará de ser esa fórmula ancestral que conocemos desde la Revolución
Industrial y sus coletazos de derechos de autor.
La
difusión del saber se convertirá, gracias a Internet, en el corolario de algo
tan elemental como la biblioteca de Alejandría; se comprenderá así, por fin,
que todo el proceso intermedio era tan prescindible como deleznable: poner el conjunto
de la sabiduría al servicio de la mentalidad empresarial (tan primaria como
pacata).
Así,
los libros –además de ser infinitamente diferentes, como los conocemos en la
actualidad– se pagarán después de haberlos leído y sólo si el lector considera
que el autor merece ser subvencionado con su micro-crédito (que no limosna); el
dinero será tan sólo una forma de traducir (a un lenguaje universalmente
entendible) el refuerzo positivo, la admiración, el coraje y la calidad del
autor, quien –en todo caso– seguirá escribiendo aunque no pague nadie.
Pagar
por leer se convertirá en algo gratificante para quien lo hace, pero también en
una obligación moral para quien recibe el pago: seguir adelante, en la misma
línea, profundizando. Y si alguien lee y no puede pagar por falta de recursos,
resultará indiferente: la obra ya habrá cumplido su misión comunicativa,
dejando a la transacción financiera en el segundo plano que le corresponde.
Con
semejante filtro –tan natural como justo– abandonaremos ese acto de fe que
significa (a día de hoy) comprar un libro: pagar por adelantado algo que no
sabemos si nos gustará, estará rancio o caducado… Esta concepción actual
trasluce un complejo de inferioridad de los autores, el temor a no ser
reconocidos por el público: ni más ni menos que una crisis de vocación, de
autoconfianza y también de confianza en la propia calidad… disfrazada de forma
capitalista. Eso sin entrar a valorar los débitos en que se incurre al obrar de
esta manera: clientelismo, favores debidos, lameculismos en general…
Algún
día nos parecerá demencial e inconcebible lo que hasta hoy nos ha parecido de
lo más normal, mediatizados como estamos por una mentalidad adocenada que nos
dicta (de “dictadura”) las maneras de pensar y apreciar todo cuanto se refiere
al mundo del arte en general y de la literatura en particular.
Entonces
la obra se valorará sólo por sí misma, lejos de los mercados y los ortodoxos
juicios de críticos que viven gracias a sueldos amasados en la trastienda de la
conciencia: mezquinos, pero con el disfraz del arte (que por definición y por
fortuna, siempre ha estado más allá de semejantes manoseos).
Ese
día sabremos que finalmente ha cambiado el paradigma desde el que evaluamos una
obra, privándose del lastre de las inconscientes deudas intelectuales y las
pacatas autojustificaciones. Entonces –aunque los ricos no quieran- el arte
será gratis y revolucionario; para eso se necesita también un cambio de
mentalidad, una educación en valores lejanos del tintineo. La coincidencia de
ambos cambios no sólo será definitiva: además, tendrá un imposible retroceso.
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