No sabría
deciros de dónde proviene o procede mi grito cavernícola, ése que aflora en los
estornudos. Quizá sea simplemente una reivindicación ancestral de la especie,
que me utiliza como vehículo para plasmar su identidad o sus exigencias
ininteligibles, viscerales. O puede que se trate de la protesta de mi
inconsciente, vehiculada en un espasmo para no tener que seguir los cauces
políticamente correctos.
Lo cierto es que me arrastra el cuerpo hacia un
territorio indefinido, provisional y fungible: el instante del estornudo.
Durante una milésima de segundo, toda la maquinaria de mi cuerpo se pone al
servicio de un objetivo, más allá de mi voluntad: superándola o
contradiciéndola, no sabría decirlo con exactitud. Entonces se produce el
clímax, el orgasmo del aparato respiratorio echando fuera de sí aquello que por
alguna razón (probablemente fisiológica) resulta incompatible con la
supervivencia pacífica.
Podría luchar contra ello, es cierto, ahogar con
voluntad el gritito espasmódico que acompaña al estallido. Pero así, ¿no
estaría reprimiendo una parte de mí que –aun siendo inconsciente- me
constituye? Quizá si lo hiciera incurriría en la contradicción de pretender
luchar contra la naturaleza de mis actos más animales; pero ¿acaso no es eso la
convivencia misma? ¿Acaso no luchamos contra nosotros mismos, cada uno en su
individualidad, para poder compartir el mundo más allá de deseos y apetencias?
Puede que sí, que en el fondo de toda la comedia humana del respeto hacia los
demás y uno mismo, de toda la representación cotidiana que nos permite
rodearnos de semejantes… lata la misma verdad que tras un estornudo, con lo que
esto tiene de simbólico.
Puede que
tras este inmenso decorado que es la sociedad, sólo haya una verdad de
alergias, de incompatibilidades radicales negándose su propia esencia. Pero
entonces, ¿qué haré mañana? Seguir estornudando como una bestia, solución vana…
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