Una
mano biónica que arañando la superficie imaginaria del papel daba como
resultado un código de barras. Bajo el dibujo, una leyenda: “El zarpazo final. Barras”. Junto a esto, la
dirección en la zona de marcha.
Fue
allá por el ’84 cuando este cartel invadió las calles maracandesas: para
anunciar un bar recién abierto en lo que con el tiempo resultaría ser la zona
más emblemática de la noche de Samarcanda.
El cartel lo había diseñado Valentín Hermano junto con su colaborador
de entonces: Alejandro Uniformólogo,
quien tenía la cabeza llena de batallitas de soldados de plomo. La tarea de
empapelar la ciudad con dichos carteles fue mía, en colaboración con alguien
más que no recuerdo. Por este motivo acabé aprendiéndome de memoria el lema, el
logo y el todo por el todo.
Parecía
que aquélla iba a ser la tarea que de forma irónica me tenía reservada la vida
laboral, porque de la época también fue la aventura de los carteles sobre la Feria del libro y alguna que otra
aventura de pegadeces… con lo que esto suponía para alterar el ritmo cardiaco:
buscar lugares si no adecuados, al menos no estridentes y esquivar las
patrullas de la Policía, prestas a recaudar a golpe de multa. Lo cierto es que
todo ello hacía de la actividad algo si no atractivo, al menos clandestino… con
lo que esto tiene de aventura.
El
Barras en cuestión era un bar
más o menos agradable, con buena música y marcha en cantidad. Resultaba algo
oscuro, pero esto le daba si cabe un mayor atractivo de cara a la clientela.
Como negocio era boyante, sin duda: la afluencia de público lo delataba. Un
sótano acondicionado como pista de baile, casi como una discoteca, le otorgaba
un pedigree y una personalidad que
resultaban elementos magnéticos, en la penumbra de unas noches que eran más
promesa que amenaza.
Sin
embargo, algo no encajaba en el conjunto: hecha la campaña publicitaria,
pegados los carteles, incrementado el volumen de afluencia. Pero el dueño del
cotarro se resistía a soltar la gallina, pagar los servicios prestados. Se
escaqueaba. Estas cosas ocurren cuando se trabaja por cauces alternativos al
comercial ortodoxo establecido. No hay contratos y todo eso…
Al
final pagó… a regañadientes, pero lo hizo. Después se supo el motivo del
pretendido escaqueo: el amigo estaba metido hasta las cejas en el cutre y
manido mundillo de la farlopa, que se llevaba todos los beneficios del negocio.
Por tanto, debido a una de esas ironías que tiene la realidad más o menos
heterodoxa, el Barras acabó
sucumbiendo a su propio zarpazo.
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