miércoles, 14 de octubre de 2015

TASHKENT (Malas memorias) 485 MP

Tashkent
´92
485 MP
El profundo desprecio por lo humano que late en el corazón de una ciudad descarnada, automatizada y alienada: ésta sería la esencia que nos quedaría si volatilizáramos cuanto hay de accesorio en la vida de Tashkent.
Hay un deliberado, tácito e inevitable destierro de los valores que humanizan a este animal llamado hombre; Tashkent es el terreno en el que tiene lugar cada día ese combate impío en el que constantemente queda demostrado que “el hombre es un lobo para el  hombre”, como dijera Hobbes. Una competencia sin igual… amparándose en el anonimato que otorga la multitud, el espíritu se deja al libre albedrío del monopolio y la crueldad, del ensañamiento y el abuso: se considera que el débil no merece compasión, sino que es merecedor de todos los abusos que puedan ejercerse sobre él ¡como si fuera culpable de su vulnerabilidad!

Es lo que llaman "buscarse la vida": un constante docudrama en el que competir a costa del otro, aplastándole sin miramientos en la convicción de que si fuera a la inversa, intercambiados los papeles, el otro haría lo mismo. La jungla cotidiana, el espíritu carnívoro como forma de organización social, prácticamente animal... porque ¿qué es el hombre sin los atributos propios de la especie? Simplemente un devorador inteligente, un psicópata en estado puro y sin cortapisas... el más perfecto y cruel de los mamíferos que haya podido existir hasta la actualidad, pero sin nada que pueda acercarlo a "ser superior": esto es un habitante de Tashkent en su salsa, en su tinta, en estado puro.
Cruel e impío con sus conciudadanos y presto a devorar a cualquiera que ose venir desde fuera a irrumpir en su burbuja caníbal, aunque sea de paso o de visita.
Imagino que no siempre ha sido así, quiero pensar que no toda aglomeración humana conlleve aparejada esta forma de actuar y sobrevivir a costa del otro… se me aparece como diáfana la evolución de Tashkent hasta llegar a semejante extremo: sin duda, la postguerra y sus códigos de supervivencia han ido marcando esta ruta, este territorio de forma indeleble e irreversible. El estraperlo, la desconfianza motivada por la delación en un entorno represivo y tantos otros elementos afines a éstos fueron dando pie a una dinámica de hostilidad permanente, basada no sólo en la supervivencia física… también en la política, la sindical, la ideológica, la laboral y tantas otras similares que derivan directamente de la utilización del cerebro en su forma más racional y humana.
Tras tantos años de práctica, muerto el dictador pero no la maquinaria fascista[1]… al habitante de Tashkent no le ha quedado ya más que esa forma de entender la vida, como a quien le queda un tic o arrastra un atavismo: una jungla repleta de traiciones y desconfianza.
Penetrar en ese territorio es pisar arenas movedizas, es tener garantizado el fracaso como ser humano y adentrarse en un país depredador: donde las diferencias de cualquier tipo se resuelven a dentelladas. Muy probablemente se trate de algo ya irremediable, una vez que consuetudinariamente las generaciones han ido aprendiendo a debatirse en semejante fangal de alienación.
Es un mundo de búsqueda de éxito, la salida natural para quienes organizan su vida en torno a una meta así planteada: en ese mercado se trafica con la vida propia y ajena, sin escrúpulos. Recuerda tanto al “sueño americano” que en este sentido puede decirse que se trata del lugar más avanzado, más cercano a esa dinámica; queda por saber si se trata del escenario más adecuado para lograr la felicidad, si es el lugar ideal en el que la persona se realiza como tal… No lo parece, sino que más bien da la impresión de ser un sitio proclive a la alienación, los ojos desorbitados en la pérdida absoluta de un Norte que nada tiene de magnético en sí mismo… pues sólo se identifica con el vil metal en la ciénaga de mentes alteradas.
Más bien se trata de una garantía de frustración, porque la natural insatisfacción del ser humano, su ambición ilimitada hace que sea un proceso inagotable… a no ser que la racionalidad y la convivencia impongan unos límites imprescindibles para la supervivencia. Recuerda sospechosamente a los planteamientos económicos acerca de la polémica “intervencionismo vs. liberalismo”; pero si dejamos actuar al ser humano en la confianza de que su propia actividad se regule por sí misma… no acabaremos desembocando en una convivencia pacífica sino en el conflicto constante. Al menos a día de hoy: muy diferente si se tratara de una población con la educación adecuada, en el respeto mutuo y recíproco; a día de hoy: una quimera.
Tashkent es por tanto un laboratorio permanente en el que puede comprobarse cómo funcionan los esquemas de actuación de la población en general, un sitio al que recurrir cuando se pretende aplicar cualquier medida con una vertiente social. En este sentido, se trata de un lugar impagable que demuestra el funcionamiento erróneo del hombre en sociedad.
De ahí lo indeseable de formar parte del mismo… porque la mayoría de las veces no se trata de algo elegido voluntariamente: pocos habitantes hay en Tashkent que hayan elegido formar parte libremente de este cementerio, a la gran mayoría las circunstancias les han encerrado en esta ratonera: y hablamos de muchos millones. La provisionalidad de una situación asfixiante acaba por desaparecer, convirtiéndose en algo definitivo; pocos, muy pocos de los habitantes de Tashkent lo son por vocación propia: más bien se trata de un ejército de desterrados que sueñan con volver algún día al lugar anhelado. Quizás nunca han estado en él salvo en su imaginación; enfrentan la cotidiana supervivencia como algo frágil, presto a cambiar con facilidad. De ahí sus inmensos e inagotables sueños, tan inconmensurables como la pacata y obstinada realidad que se los niega.
En último término, parafraseando a Valle-Inclán, podría decirse que el país se divide en dos grandes grupos: Tashkent capital y todo lo demás; existen códigos cerrados, rituales iniciáticos, claves herméticas, tareas específicas… y mil y un resortes más para pasar a formar parte o no, para integrarse en el submundo madrileño: conocerlos es aceptarlos e integrarse en un juego que incluye el desprecio a todo lo de fuera como primer paso para buscar la propia identidad y encumbrarse a uno mismo… el yo inmenso, casi divino: simultáneamente como punto de partida y corolario de la supervivencia como hipótesis de trabajo.
Se trata por tanto de una población enfermiza que pretende reducir el Universo entero a sus planteamientos, en la confianza vana de que así podrán salir victoriosos: pero se trataría de una victoria pírrica, que sólo conduce a la debacle. Como si un leproso pretendiese que la única forma de curarse es contagiar a la Humanidad entera… porque así no será el más enfermo de todos; a todas luces un despropósito.
Es algo que está en el ambiente; el solo hecho de permanecer en esta atmósfera ya impregna del hálito de una desesperación que inunda la sociedad contemporánea así concebida.
Una mañana, mientras descansaba en una cafetería, lo vi claramente, personificado en aquel señor de Tashkent: la mirada perdida… la desesperación. Quizá su imposible mujer, los socios traidores, un hijo inalcanzable… la vida que se niega, en fin. Una referencia por oposición, al menos para mí, que a la vista de aquel cuadro me juré a mí mismo no llegar jamás a semejante situación. Esto sí era una prueba objetiva de que la violencia puede carecer de golpes físicos… de que hay una violencia mucho peor: la que te va comiendo el corazón, carcomiendo el alma como un roedor o un insecto, sin posible solución.
Por eso para mí Tashkent representa la encarnación de la violencia; por este motivo es una ciudad ligada a la repulsión, que no al miedo. Siempre que me resulta posible evito mi presencia en ella; no me creo capaz de luchar en semejante terreno, porque en Tashkent luchar y perder son sinónimos. Resulta mil veces preferible y más positivo abandonar ese paisaje aún a costa de parecer cobarde: en último término, siempre es mejor ser un cobarde vivo que un cadáver acumulado en su culata, en su currículum… muescas de supervivencia a costa de vidas ajenas.
Y sin embargo, precisamente por tratarse del lugar más asfixiante e imposible, precisamente por eso, es el que posee más válvulas de escape: inventadas por los oprimidos para sustraerse a esa opresión; salidas de emergencia que permiten sobrevivir en el infierno. Es la demostración patente de que nada puede oprimir a una conciencia en fuga: quizá el cuerpo se encuentre prisionero, pero ¿realmente lo está, si la mente se considera libre?
Recuerdo una tarde, comiendo pollo asado en la terraza de algún garito de barrio: una pandilla de amigos[2] hace que desaparezca el paisaje, se difumine la vida tal y como se la conocía hasta ese momento… desmontados los conceptos y sus absurdos contenidos. Allí, emulando sin saberlo la Roma de Fellini, reinventamos el Universo: era Tashkent, sí, pero tan lejos…
Al final, casi sin querer ni poder evitarlo tampoco, se impone como algo natural una reconciliación con cualquier entorno; se difuminan alegremente unas fronteras que sólo se encuentran en los mapas o la imaginación, pero nunca dibujadas sobre la tierra.
Finalmente la convivencia es un imperativo fáctico: pero mientras va llegando la hora de las fronteras desleídas… las reales y vaporosas, relativas… allí sigue el agujero negro que, como Saturno, devora las almas de sus hijos… como el angustioso fresco goyesco que es.




[1] Que simplemente fue modificada para perpetuarse hasta nuestros días con hábiles metamorfosis que en esencia no alteraran el funcionamiento.
[2] Nini Resús y toda su pandilla, entre infinitas risas y cervezas.