Para quienes no tienen sitio en el mundo hay un albergue desde el cual puede contemplarse toda la desilusión, como tras un cristal mojado por la lluvia.
Desde el triángulo Dios-Madre-Gaucho, o lo que es lo mismo, Cielo-Sangre-Tierra, en
el tango hay consuelo para los desengañados de la fe en el «otro» y para quienes han comido el fruto amargo de la búsqueda de la verdad.
Conformarse con un mundo hostil es suicidarse en vida; para sobrevivir así es necesario hacerse insensible, matar las ilusiones.
Existen anacoretas y hedonistas, cadáveres que beben y niños que aún buscan la
luz. Todos tienen sitio en el tango, porque éste apela a un sentimiento universal y
siempre vigente: la tristeza.
El seno tanguero es omnicomprensivo y acoge a todo aquél que quiera refugio sin
preguntas, sin búsqueda de orígenes.
Tras todo tango hay una historia triste que merece ser contada porque es bello
haber amado, aunque la actualidad sea dolorosa. Hay quien la cuenta tal como sucedió; otros, a partir de su caso, establecen éticas que propagan a los vientos; y también están los que se miran las manos y se contemplan por dentro, mortificándose por ser ellos.
El tango nace como una ocurrencia circunstancial, una excusa y un camino diferente
por el que conducir la diversión. Con el tiempo toma conciencia de ser una
forma de escape al mundo, además de un idioma con el cual plasmar las inquietudes y
los fantasmas: pasa a convertirse en una necesidad estética.
Extracto de "Somos feos, pero tenemos la música" (1993)
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