lunes, 20 de octubre de 2014

Fragmento de mis futuras memorias

La argumentación parecía impecable: filosofía y fealdad eran sinónimos; caso contrario, alguien que no es feo no se dedicaría al intelecto, sino al cuerpo.

Con semejante desparpajo, la falacia dividía al mundo en dos grupos irreconciliables: el de los feos/intelectuales y el de los guapos/superficiales. Aquello nos impregnaba ciertamente de un malditismo que resultaba en ocasiones más atractivo que la belleza misma, nos relegaba al papel de protestones porque en la lotería de las caras no nos había tocado ni la pedrea. 

Pero la base del razonamiento era evidentemente falsa, porque partía de la imposibilidad de compaginar en una persona belleza y sabiduría, por ejemplo. Condenaba a los guapos a la ignorancia, igual que a los feos les relegaba a las bibliotecas. Sin embargo, no se negaba la evidencia de que había individuos que compaginaban facetas enfrentadas: se les trataba como excepciones y por tanto no sólo dignos de compasión por ser una especie de “enfermos”, también como demostración de la veracidad del argumento.

Un poco como respuesta a semejante superficialidad, el título de mi tesina iba por ahí: el reducto que va más allá de la materia, la sensibilidad superando lo inmediato. Al fin, ¿quién se preocupa de la belleza aleatoria, sino aquella persona que no tiene más elementos importantes en su vida? No es que la belleza no importe, sino que es secundaria: en otras palabras, la belleza no es meramente física, sino que se refiere a un concepto más englobante, casi total: lejos de pasarelas y vacuidades.

En todo caso, resulta fácil solidarizarse con los pobres siendo uno de ellos… no así cuando uno es rico (lo primero que hacen los ricos es rechazarle por diferente). Nosotros, en cambio, tratábamos a los guapos como si fueran personas: normales antes que guapos, a veces incluso obviando la belleza para que no se sintieran excesivamente incómodos.


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