lunes, 14 de febrero de 2011

ECUADOR

Aquella tarde estábamos en el ecuador del sexo, ardía la ciudad por ser verano y de nuestros cuerpos surgía además un fuego de los que nunca se apagan, de aquéllos que sólo se apaciguan levemente gracias a los orgasmos. Tú escuchaste una frase inquietante, saliendo de mi boca:
-Voy a hacerte algo que jamás te han hecho... algo que no podrás olvidar...
Inmediatamente viste cómo el miembro pétreo se deslizaba hacia el exterior de tu sexo. Desde donde te hallabas no pudiste contemplar la bella imagen que el volcán les regaló a mis ojos: una polla tiesa y húmeda abandonando la cueva sonrosada de tu coño, esa boca abierta pidiendo a gritos más y más placer. Sin poderme reprimir, buceé golosamente con mi boca babeante, explorando con la lengua los pliegues de tus labios, la entrada de tu vagina tierna y bella, jugando con los dientes a rebotar tu clítoris entre mis labios.
-Esto me lo han hecho ya muchas veces... –tus palabras se oyeron entre jadeos y suspiros, entre tus ojos entreabiertos, entre tus muslos tensando unos músculos apetitosos.
Me retiré inmediatamente de esa tentación infinita, degustando tu sabor entre lo liso.
-Tienes razón, no me concentro, me dejo llevar y no era esto...
Me marché de tu lado contemplando graciosamente tu mohín confuso de orgasmo venido a menos; tú contemplabas mi perfil enhiesto alejándome hacia el baño.
-¿Pero por qué te vas? ¡No me dejes así!
Volví de inmediato, cargado con el instrumental. Cuando viste en mis manos la maquinilla, añadiste:
-Eso también me lo han hecho... –y una sonrisa ladina jugó con la boca de mi estómago, que le respondió con la misma incertidumbre de mis palabras.
-Así no, seguro...
Sin necesidad de más, volviste a ofrecerme tus muslos apetitosos. En el centro de aquel cielo se mezclaban el sudor neutro del calor recién nacido y el zumo de tus entrañas: el cóctel sabía a hidromiel o sutileza ¡qué sé yo! Dejé de lamer aquella reliquia porque anulaba mi voluntad y hacía desaparecer el tiempo; me puse a la faena: cogí el aerosol de nata y deposité sobre tu flor otra más blanca y dulce, que ocupaba todo el vello de tu bello sexo. Con una caricia exterior, la recoloqué sobre ese misterioso triángulo... al tiempo que con mi corazón acariciaba tu interior en el misterio de tus jadeos. Permanecías tumbada sobre la cama, totalmente desnuda y a mi merced, con la cabeza llena de mil colores indescriptibles.
Cogí la maquinilla de afeitar y empecé a rasurarte despacio, disfrutando del momento y de la espuma. Cuando las hojillas estuvieron llenas, mis dedos -siempre a favor del filo- se deslizaron por él y la mezcla de pelo y nata fue mi postre una vez tras otra. Tus gemidos de placer se acrecentaban desde el misterio, porque no me mirabas: sólo sentías cómo paulatinamente tu sexo quedaba al aire y mi boca lo llenaba de un soplo de aire fresco. Te sentías cada vez más desnuda, doblemente entre tus piernas. Me miraste de hito en hito y contemplaste cómo me estaba comiendo también el exterior de tu sexo; no pudiste reprimir una risa entre extrañada y sorprendida.
-¡¡¡Te lo estás comiendo!!!
-Y ahora que ya está todo liso, también seré tu bálsamo para después del afeitado.
Dicho esto, aparté la maquinilla y coloqué otro rosetón de nata justo en la entrada de la catedral de tu sexo. Me lo comí sin sonrojo, la nata me inundaba la nariz y los ojos: tú me inundabas el cerebro y el corazón. Mi lengua consiguió llegar hasta lo más profundo de ti (después me contaste que sentiste su punta en tu corazón bienherido) y cuando parecía que todo estaba a punto de acabar... te demostré que aún tenía un as en la manga; un as que no podía contenerse, que no aguantaba más. Clavar la punta de mi organismo en el centro de la habitación fue como dejarse llevar por un agujero negro: tú y yo arrastrados en la vorágine irredenta de mil posturas, gritando desesperados como quien pide auxilio en medio de un mar de flujos. Uno de esos polvos que no se acaba, que nos trae siempre la imaginación de otra variante y nos incita a no terminar nunca... sudando entre la dulzura de un verano con nata, nuestros cuerpos magnéticamente atraídos, frotándose en los efluvios de todos sus poros. Nuestros cuerpos y su lubricante natural: el sexo.
-No es justo, yo también quiero nata... –sollozabas en falsete. Cogí el spray y coloqué el extremo entre tus labios. Apreté el botón y tu boca se llenó de nata mientras tu sexo estaba lleno del mío. Ambas eyaculaciones fueron simultáneas, llenaron tu cuerpo de mí, porque mientras tanto mi corazón izquierdo había ocupado tu esfínter. El orgasmo fue bestial, de los que no se miden con palabras. Te ahogabas por dentro y por fuera, mientras yo no podía detener mis embestidas. Cuando por fin todo pasó y quedó sólo un mundo fláccido y sudoroso sobre aquel lecho, empezamos a planificar el futuro.
-No me has dejado ni un poquito de mi sexo –sonreías entre pícaras artimañas.
-Si lo que deseas es recuperar el pelo perdido, has de saber que la queratina no puede digerirse; hay otro bote de nata esperando tu atrevimiento, cuando llegue la ocasión... pero ahora, podemos terminar éste –dije mientras introducía suavemente la cánula en tu ano.
-Aprieta sin miedo, te estoy esperando –fueron tus inocentes palabras.
El día comenzaba a declinar, pero el calor no desaparecía.

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